jueves, 5 de noviembre de 2009

Confesiones de un reo

¡Encerrado en esta celda, sin poder liberarme de ella!, tanto tiempo en un encierro carcelario con un carcelero benevolente que sin embargo se rehusa a dejarme escapar. Cuatro años preso de un crimen del cual no me arrepiento, que vivo día a día, sigo siendo un criminal encerrado en su propio pecado, en su crimen más recóndito, más sincero. Y cada vez que quiero escapar de esta celda y dejar de ser un criminal abandonado en la mazmorra más oscura y más pestilente del mundo entero y quizá de algunos otros, me lo impide el mismo pecado criminal por el cual sigo aún preso en un encierro cruel y tan hermoso.

Y tú ahora eres la víctima de mi crimen casi perfecto, de mi pecado confeso más hermoso y más carnal, y mueres lentamente, lentamente te vas llendo inconscientemente de tí y de mí. Y a mí me encierran, me encarcelan por un crimen del que tú eres culpable, una odisea de la cual no puedo regresar para besar a mi madre ni a mis hermanos, que tanto esperaron mi regreso, todo en vano, porque no llegaré...Y no puedo decir ahora que no me esperen para Marzo.

Ahora mismo quiero acabar con este sufrimiento, ¡Mátame carcelero benévolo!, ¡acaba ya con esta cruenta escena del alma!...pero yo sigo preso, preso de mí y de los demás en esta oscura habitación sin ventanas...solo, como en la calle, como en el barrio, como en el mundo. Ahora que no puedo decirle nada a nadie, que mi boca cerraron con mordazas para no oir mis desesperanzadas llamadas de auxilio, me siento más solo que un cadaver en su nicho, y tengo miedo, mucho miedo de salir.

Son años de vivir en un lugar que me encanta y que detesto, una paradoja como de las más ridículas e irónicas de la vida, una tontería cometida por un hombre encaminado por el sendero instintivo del deseo, que me llevo a caer lentamente preso de mis propios pensamientos y sumirme en el humo embalsamado de los sueños más hermosos, que al mismo tiempo me dan un sabor amargo en la boca y una resequedad de llanto en la garganta. Y has de saber lector, que mi mayor crimen fue amarla, y esa cárcel....Esa cárcel, soy yo.

La Cita.

Un agradecimiento especial y un caluroso abrazo a mi querido profesor René Arroyo, que compartió esta anécdota de una alumna universitaria suya conmigo, y ahora yo la escribo, muy a mi versión...para ustedes.

Jennifer era una muchacha de 25 años, profesora de un pequeño colegio de San Miguel, en el que daba clases de literatura en el sector de secundaria. Era una chica un poco confiada, y no generalmente se guiaba de las apariencias, pero aún así tendía a caer en ciertas artimañas de gente un poco más astuta.

Jennifer no había tenido precisamente una historia amorosa de cuento de hadas. Ella había sufrido mucho por causa de hombres que le habían hecho bastante daño a lo largo de su vida, y se sentía un poco temerosa de enamorarse de nuevo. Era un miedo un poco extraño, por ser ella una muchacha que se enamoraba, mejor dicho, ilusionaba muy rápido con algunos chicos que la hacían sentir bien por momentos, a pesar de ser estos muy cortos o pasajeros.

Renzo era un compañero de trabajo de Jennifer, profesor de filosofía en el mismo colegio y en el mismo sector, y se sentía de cierta manera atraído por nuestra joven protagonista, por lo que un día de templada aurora de noviembre, le propuso salir a cenar un día para conversar un poco y hacer más migas. Ella aceptó, más por ser diplomática que por gusto, ya que no lo conocía mucho.

Un vestido elegante y discreto con unas botas de cuero fue el vestuario que ella escogió para aquellla cita con su compañero Renzo, un perfume Elizabeth Arden y un bolso elegante, accesorios innecesarios pero que ella nunca dejaba de utilizar. Él por su parte, una camisa y un pantalón elegante fue suficiente, con un poco de loción en el rostro y en ambos lados del cuello.

Cuando él tocó la puerta del departamento de Jennifer y ella abrió, él la vio radiante, era una figura angelical, una mujer que rara vez uno ve en su vida, era perfecta. Ella lo vio apuesto, quizá como no lo había visto antes. Ambos subieron al taxi y fueron a un elegante restaurante en San Isidro. Se sentaron en una mesa que Renzo, detallosamente, había reservado. Pidieron una botella de vino y un par de bistecks y comenzó la conversación.

- ¿Y hace cuanto tiempo vives por allá, en Pueblo Libre? - preguntó Renzo
- Ya casi 5 años, casi desde que comencé la universidad- dijo Jennifer, amablemente- ¿y tú dónde vives?
- En Bellavista- dijo Renzo sonriendo - No es una zona muy bonita, pero es tranquila - dijo
- Si conozco algo de ahí, mis padres viven cerca de ese lugar - dijo Jennifer
- ¡Ah mira, qué chévere! - dijo animoso Renzo

Y así pasaron conversando de nulidad y media durante varias horas en el restaurante, hasta que un acontecimiento casi aislado ocurrió. Cuando llegó el momento de pagar, Jennifer, orgullosa agarró su cartera para pagar su cuenta, pero Renzo intentó evitarlo sacando rápidamente su billetera, pero...por la velocidad en la que la sacó, cayó sobre la mesa una tira de preservativos, que Renzo recogió muy rápidamente. Jennifer sonrió por dentro e hizo que no vio nada, pero se fue a su casa, decepcionada una vez más de la "falacia" de aquel compañero de trabajo.